jueves, 15 de noviembre de 2012

LAS GOLONDRINAS SI HACEN VERANO


Muchas golondrinas sí hacen verano. Se puede comprobar en la calle 65, entre las carreras 18B y 18C,  una de las tantas empinadas vías de Medellín que ha soportado el paso de las angustias de una zona en riesgo y el pesar de gentes viviendo en condiciones infrahumanas; sin embargo, felices.

Es una mañana de octubre insoportablemente fría en el barrio Las Golondrinas, perteneciente a la Comuna 8 de la ciudad de Medellín, a tan solo veinte minutos del centro de la misma; ese tipo de frío con el que se siente que el viento congela huesos y ni una cobija térmica podría calmar.

Son las 8:30 am y nos despierta un reluciente rayo de sol que entra por esa ventana color café madera, atravesada con cinco varillas de hierro, que se encuentra ubicada en la pared izquierda de la pequeña cocina por la que se puede divisar la nublada ciudad. Y allí estaba ella, una joven de veinticuatro años llamada Carolina Valencia, de estatura mediana, contextura delgada y, como el negro azabache de la sombra, sobre el colorido tatuaje de su espalda, sus cabellos ondulados ruedan; quien curso hasta el cuarto semestre de psicología.

Carolina abre la llave del fregadero que hay cerca al mesón de la cocina y, después de darle tres vueltas, aparece un guiño de desconsuelo en su rostro; al instante, se dirige hacia uno de los recipientes con agua que mantiene ubicados en la ducha del baño. Son dos canecas de color blanco con tapas negras de aproximadamente ochenta centímetros de altura y otros cuantos envases de galón, en los que se ve obligada a recoger el agua día por medio, cuando el fontanero, alias “care chiste”, la pone en la zona donde se ubica su casa y, la cual debe “hacer rendir para el aseo personal, la comida y pues arreglar casa durante el tiempo que nos la quitan”, explica ella misma.

Los recipientes se encuentran con menos de la mitad de agua, pero ella no se percata de eso y, con una totuma que mantiene dentro de los mismos, recoge lo suficiente para montar a hacer “la ‘guapanela”, pero antes, humedece una toalla con la que limpió su fogón de gas; minutos más tarde se dispone a hacer el desayuno mientras Robinson va a bañarse. Para la sorpresa de él, el agua que queda en casa no es suficiente para bañarse y sale del lugar con el bidón en sus manos. Carolina, voltea un poco hacia atrás del fogón y, al verlo, expresa en tono burlón:

- ay mor, yo no me fijé que no había agua
a lo que Robinson responde entre suspiros y alzando sus abundantes cejas:
- de eso me di cuenta pero ya voy por ella

Robinson Zapata, con veintisiete años prestó servicio en el Batallón de Infantería Nº 32 Pedro Justo Berrío, lo que me haría pensar que es un hombre con hombros, brazos y torso corpulentos, sin embargo, la contextura de su cuerpo es completamente contraria y, las iníciales de la hinchada de su equipo, azul y en
grafiti tatuaban su brazo izquierdo y la espalda; camina conmigo alrededor de cinco cuadras para llegar a la Carrera 19 Nº 62 – 101, donde se encuentra el tanque de agua que proviene de la quebrada La Castro, ubicada en Santa Elena, el cual abastece 3500 familias de los barrios Golondrinas, Llanaditas, Pacífico y Altos de la Torre al ser distribuida a través del acueducto comunitario.

Camino al lugar, me explica que “como el agua no es tratada, a veces, se seca y mandan carrotanques pa’ que la saquemos de ahí”, mientras yo, simplemente observo una zona subnormal en riesgo, a la que, por la indiferencia y la ausencia del Estado, se le está negando este liquido vital, cuando en la carta magna nos incitan a defender el derecho a la vida, que para mi seria mas bien, el derecho a llevar una vida digna; entendiendo esto como el derecho a una vida a la cual se puede acceder fácilmente y que le proporcione al ciudadano una concepción de la misma y una posición en la sociedad de realce, impulsándolo a una calidad personal, familiar, social y económica aceptable.

No obstante y contextualizado por lo anterior, el caso no es el mismo para Noemí Morales y sus pequeños tres hijos, una humilde familia sin padre que desde hace 5 años viven en este marginado sector de la ciudad; para quienes, en días como este en los que no hay agua, su jornada comienza a las 4:30 de la mañana en busca de ella. El motivo de que su itinerario comience dos horas antes de lo habitual, es para “poder alistar a los niños” y llevarlos a la Institución Educativa Joaquín Vallejo Arbeláez donde cursan preescolar y primaria.

Lo que esto señala, es que la falta de líquido en un barrio subnormal, como en el mencionado, afecta a niños, mujeres, jóvenes y adultos, aun que a unos en mayor medida que a otros.


“Aun que EPM (Empresas Publicas de Medellín) nos ha ayudado ahí por los laditos, la solución definitiva es que nos instalen el servicio como en el resto de la ciudad”, comenta Robinson al llegar al tanque comunitario, donde se encuentra doña Noemí recogiendo “un poquito más que [le] hizo falta”. Se acerca a la reja un poco oxidada donde se encuentra la canilla comunitaria ya desgastada y allí, sobre un poco de barro, coloca su pequeño bidón para comenzar a llenarlo. Al verlos, pienso en lo desagradecidos que somos algunos seres humanos al desperdiciar este líquido sin razón, cuando al otro lado de nuestro mundo, a otros tantos les sobran las dificultades para tratar de conseguirla. En ese instante, él, con una sonrisa en su rostro, me pregunta:

- ¿en qué piensas?
yo solo sonrió y contesto:
- en que hay personas que con pequeñas luchas nos enseñan a vivir
Robinson sonríe de nuevo y minutos después emprendemos el camino de regreso a casa.

Ya en el lugar, se da cuenta de que Carolina está terminando de arreglar un poco el “desorden del hogar” y pasa directo al baño a culminar la tarea que no empezó.

Mientras Carolina lava los trastes de la noche anterior con el líquido de otra caneca, él sale del baño y alcanza a vestirse; ahora a la espera de que su esposa le sirva el desayuno y, en medio de la canción “vuelve” de Don Omar, la emisora Tropicana, sintonizada en la frecuencia 102.9 FM, anuncia que son las 9:10 am.

La mesa esta lista y en los platos de plástico duro, de color blanco con manchas negras, un poco de huevo con “hogao”, arepa, galletas Saltin y tres pocillos con aguapanela que nos disponemos a comer mientras entablamos un pequeño diálogo.

Posteriormente, la joven se dirige a bañarse y, desde la sala escucho “las cocadas de agua” salpicar contra el suelo; dan la impresión de que ahorra la mayor cantidad posible de agua por las pocas veces en que estas suenan durante, aproximadamente, ocho minutos. Entretanto, Robinson limpia sus zapatos con un trapo húmedo de color negro, que al soltarlo, queda con un tono café.

Al terminar, Carolina se dirige a su cuarto y allí tarda unos minutos arreglándose para ir a trabajar. Ya a punto de salir, se dirigen hacia el lavadero y, una vez más, sacan la suficiente cantidad de agua para cepillarse.

Robinson seca sus manos y le da un vistazo al reloj del equipo Deportivo Independiente Medellín, que se encuentra ubicado justo en frente de la puerta principal; al ver que él marca las 9:50 am coge las llaves que cuelgan al lado del mismo y espera a que Carolina cierre todos los grifos de la casa, mientras me explica que “es porque en cualquier momento puede llegar el agua y el reguero que se hace es muy jijue”. Al echarle doble llave a aquella puerta gris que se cierra por “un callejón sin numeración”, ambos se fuman un cigarrillo Green que él saca de su bolsillo trasero, mientras parten en el colectivo de Cotrasmalla 105, con destino a sus lugares de trabajo.

Estando más acá de esos veinte minutos que los apartaba del centro de ciudad, ellos vuelven a ser ciudadanos comunes, como si en el transcurso de sus jornadas dejaran de pertenecer a Las Golondrinas; ese grupo de casas que se encuentran allá, en lo alto de esa montaña que se ubica en la zona centro- oriental de Medellín, y junto con el barrio, dejaran también sus problemas y necesidades.

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